En una aldea vivía un hombre al que le gustaba imitar a los demás. Pasaba el día copiando voces, gestos, miradas… Todo el mundo se reía de él y le acusaban de no tener personalidad.
El hombre se marchó en busca de algo sorprendente.Y lo encontró en un bosque en el que a unas extrañas criaturas se les separaba la cabeza del cuerpo al decir «testa»… y les volvía a su sitio al decir «pongo». El hombre, que observaba escondido tan mágico suceso, pensó en lo famoso que se haría, y volvió a su aldea.
Reunió a todos y, en medio de un silencio sepulcral, se separó la cabeza del cuerpo y se la puso a los pies. «¡Oooooh!», gritaron boquiabiertos, sin salir de su asombro. El imitador permaneció varios días sin cabeza y sus vecinos tuvieron que disculparse para atender sus tareas cotidianas.
Así es que el imitador no tuvo más remedio que pronunciar las palabras mágicas para que la cabeza volviera a su sitio. «Pinga», dijo con certeza, pero nada se movió. «Pungo», «pengo», «panga»… ¡Nada de nada! «Polgo, palgo, pulgo…». ¡Tampoco! Había olvidado la palabra mágica y se pasó toda la vida intentando recordarla sin obtener resultados.
Si copiamos a los demás, corremos el riesgo de olvidar quiénes somos, y puede ser peligroso para nuestra salud mental.